Marco general alrededor del siglo I d.C.
El factor determinante de la acción romana para con los árabes, semitas en general, helenos e iranios situados en el Próximo Oriente viene inaugurado por el reordenamiento que de esa región formuló Gneo Pompeyo Magno, cosa que supuso el reconocimiento por parte de Roma de una lista de regímenes y estados en las regiones adyacentes al núcleo de la recién formada provincia romana de Siria en la calidad de clientes y aliados.
Vinculados clientelarmente a la persona de Gneo Pompeyo Magno, entraron en la Guerra Civil romana del lado pompeyano, y participaron en los conflictos civiles entre el 49 a.C. y el 30 a.C. Pero su posición les hizo ganar la carrera para evitar la asimilación y absorción. Diez años después del final de la Guerra Civil Romana que llevó al poder sin discusión a Octavio César, el 20 a.C., además de Comagene y Nabatea, se podía encontrar una pléyade de renios y dinastías que rodeaban la provincia romana de Siria, siendo de gran utilidad política, militar y diplomática para los intereses de Roma, ya que cimentaban su poder en la región y eran un vector que apuntaba hacia el Imperio parto en expansión.
El papel jugado por los judíos entre los árabes
Por simplificar, tan sólo señalaremos el papel jugado por Antípatro, edomita o idumeo y converso al judaísmo además de antiguo servidor de la casa reinante de los Hasmoneos. Antípatro utilizó sus círculos de relaciones con los árabes para entrar en el conflicto abierto en Alejandría (Egipto), donde Julio César estaba asediado. Antípatro entró en cooperación a favor de César con Mitrídates de Pérgamo, que fue enviado a Siria y Palestina. El papel de Antípatro fue clave al convencer a las tribus locales árabes de permitir el paso de Mitrídates y él mismo hacia Pelusio, acción decisiva para la victoria en Alejandría para César, y con ello Antípatro aseguró el futuro de su familia. Antípatro movilizó 1.500 hoplitas y a los jefes de las tribus árabes, con lo que todas las dinastías de Siria se unieron en ayuda de César. Más aún, no sólo Antípatro permitió a Mitrídates llegar a Pelusio convenciendo a las tribus que le cerraban el paso y también acabó de movilizar toda la Siria árabe para apoyar militarmente a César; adicionalmente, convenció a la comunidad judía del Delta del Nilo a pasarse a la causa cesariana usando el prestigio del sumo sacerdote Hircano. Pronto la política de Antípatro cobró una victoria estratégica: Menfis se puso del lado cesariano y Mitrídates y Antípatro dieron batalla en campo abierto en el “Campo de los judíos” al ejército egipcio, derrotándolo sin paliativos. El 27 de marzo del 47 a.C. César se unía a los contingentes de Mitrídates y Antípatro, y juntos derrotaban a Ptolomeo venciendo César la guerra alejandrina.
La estrategia romana para gestionar la región
Para facilitar sus intereses, Roma impulsó una reducción del número de dichos estados, a la vez que ampliaba el tamaño, y por el ende, el poder y capacidad de respuesta ante los desafíos que tuviese que enfrentar. Por tal motivo, se reconstruyeron reinos destruidos, como el de Emesa, algunas tetrarquías fueron obligadas a ceder territorio para fortalecer a otros agentes, mientras que otras fueron integradas en reinos árabes, como las que se pusieron bajo el control de Emesa. Los gobernantes que ejercían la titularidad teórica del poder en dichos reinos tenían en realidad una limitada acción, que quedaba definida por su ubicación y la extensión con la que contaban dentro de sus dominios. No obstante, la proximidad o lejanía del poder romano influyó en las posibilidades prácticas que manejaban estos soberanos. Comagene, cuyo capital, Samosata, distaba 260 kilómetros de la capital de la provincia romana de Siria, es decir Antioquía, estaba a unos 4 días de marcha de las guarniciones romanas más cercanas; a este hecho, hay que sumarle que el poderoso reino de Osrhoene, que era vasallo de los partos tras la derrota de Craso en Carras en 53 a.C., estaba situado exactamente al otro lado del Éufrates. Esto suponía que los soberanos de Comagene tuvieran más simpatías hacia los partos, con las suspicacias reticentes por parte de Roma en cuanto a su verdadera lealtad. ¿Cómo actuó Roma? En el año 17 d.C. se optó por tomar el control directo de los principales cruces y vados del Éufrates y se anexionó Roma la Capadocia y Comagene, aunque éste último reino fue refundado a posterioridad y vuelto de nuevo a ser absorbido de forma definitiva por Roma en 72 d.C., después de verse relacionado con una conjura a favor de los partos.
En lo que se refiere a Emesa, que era gobernada por una dinastía de sacerdotes de Baal, acabó siendo anexionada poco tiempo después. Uno de los rasgos que podríamos resaltar sobre el acierto de la romanización y del éxito en estos procesos de anexión tiene mucho que ver con la manera en que se actuaba con las élites de dichos reino, ya que sus dinastas no paraban de medrar mediante alianzas matrimoniales con los distintos grupos de poder del Imperio romano, así por ejemplo, el caso de Julia Domna, heredera directa de los soberanos de Emesa, y a la sazón, esposa del emperador Septimio Severo cuando ya habían transcurrido más de cien años desde la absorción del reino.
La situación de Nabatea en el s. I d.C. era muy diferente: no tenía en su vecindad inmediata ninguna superpotencia capaz de mediatizarla, encontrándose sus núcleos de poder bastante alejados del alcance de cualquier eventual amenaza en potencia. De este modo, en el s. I d.C. Nabatea se encontraba en una situación que le permitía evitar cualquier clase de intento de control directo o interferencia por parte de otros estados. Sin embargo, semejante libertad de acción tenía sus límites: las convulsiones políticas de la entronización de Aretas IV (8 a.C-40 d.C.) en Nabatea provocaron la breve anexión del reino al Imperio romano como provincia hacia 4 a.C., siendo restaurado en 1 d.C. y puesto de nuevo bajo la soberanía del citado rey. El mismo soberano declaró la guerra a su vecino, Herodes Antipas, en 37 d.C., desencadenando la intervención militar romana por orden del emperador Tiberio; afortunadamente para Aretas IV, en esta ocasión el comandante en jefe de la expedición, Vitelio, se replegó con sus fuerzas a territorio romano en cuanto tuvo noticias de la muerte de Tiberio. No obstante, a pesar de estas breves rupturas, Nabatea mantuvo, por lo general, una política amistosa hacia el Imperio romano: en el año 4 a.C. envió una fuerza expedicionaria para acompañar al ejército de Quintilio Varo en Judea, y en 18 d.C. Aretas IV rindió homenaje a Germánico.
Hacia el año 69 d.C., buena parte de los reinos y estados clientes del poder romano en el Próximo Oriente habían logrado sobrevivir a los acontecimientos habidos bajo el dominio de la dinastía Julio-Claudia. Comagene continuaba bajo el gobierno de una dinastía de origen iranio en base a las disposiciones hechas por Tiberio para la restauración de este reino tras su disolución temporal en 17 d.C. La dinastía de los Sampsigerami controlaba Emesa y Aretusa en el curso medio del Orontes, y Palmira había sido integrada en el selecto “club” de vasallos del Imperio romano en 19 d.C. El Reino nabateo se encontraba por entonces bajo el gobierno del Malicho II (40-70 d.C.), y se extendía por las fértiles tierras del Hauran Sur y los oasis de Hedjaz y Negev, abarcando prácticamente todo el espacio entre Bostra y Hegra, y desde Dumat al-Jandal en Arabia Central hasta Rhinocolura en las costas del Mediterráneo. Las últimas décadas del s. I d.C., y todo el s. II d.C. contemplarían la paulatina desaparición de estos reinos, absorbidos y asimilados a las provincias romanas de Siria y Judea, o convertidos en nuevas provincias ellos mismos. La primera víctima de este proceso fue, como ya hemos señalado, el reino de Comagene en el año 72 d.C., anexionado con el pretexto de haber tramado una conspiración internacional en connivencia con el Imperio parto. Entre 72 y 78 d.C. Sampsigeramo de Emesa fue derrocado y su Estado incorporado a la provincia de Siria. Las tetrarquías próximas probablemente también sufrieron un destino similar, si bien es imposible establecer actualmente una cronología precisa de sus respectivas anexiones.
El siglo II d.C.
El último de los más poderosos reinos clientes de Roma en desaparecer fue Nabatea: en el año 106 d.C., a la muerte de su último rey, Rabbel II (70-106 d.C.), el Reino de los nabateos fue ocupado por el ejército romano por orden del emperador Trajano y convertido en la nueva provincia de Arabia, a la cual se incorporaron también varias localidades de la vecina Decápolis como Gerasa, Dion, o Philadelphia. La nueva sede administrativa de la provincia, sin embargo, no fue puesta en Petra, sino en Bostra. Arabia fue puesta bajo la responsabilidad de un legado de rango pretoriano, recibiendo a la legión III Cyrenaica y varias unidades auxiliares como guarnición. Las campañas de Lucio Vero contra los partos en 164-165 d.C. tuvieron como resultado la anexión de Dura Europos en el curso medio del Éufrates.
No obstante, la política de mantenimiento de estados clientes árabes (o al menos poblados en parte por población árabe) no desaparecería por completo: anexionados los estados situados al oeste del Éufrates, la expansión del poder romano más hacia el este tendría como resultado arrebatar de la órbita parta a varios e importantes reinos vasallos: durante sus campañas contra los partos (114-117 d.C.), Trajano recibió homenaje y juramentos de lealtad de Abgar de Edesa y Sanatruq de Hatra (si bien la lealtad de este último tuvo una escasa duración). Marco Aurelio y Lucio Vero esgrimieron el derrocamiento de Ma’nu VIII, rey de Edesa, a manos de un vasallo del Imperio parto, Wael bar Sahru, para intervenir militarmente al otro lado del Éufrates. A menor escala, el gobernador de Arabia, Q. Antistio Advento, hubo de intervenir para restaurar la paz en el seno de la confederación tamudea, erigiendo un santuario al culto imperial con motivo de su éxito.
Es así como estados, reinos y federaciones tribales árabes o predominantemente árabes continuaron siendo la punta de lanza del poder romano en Oriente, confrontado a su vez por los aliados y vasallos respectivos del Imperio parto en franca disminución. A partir de las últimas décadas del s. II d.C., esta nueva generación de estados clientes conocerán el comienzo de su apogeo, principalmente gracias al serio debilitamiento del poder del Imperio parto y al patronazgo, cada vez más liberal, de Roma: el poder romano estaría encantado de valerse de la lealtad de estos reinos para asegurarse el control y la supremacía más allá de sus limes, sin necesidad de gestionar de forma directa amplios espacios. El debilitamiento del poder romano a causa de la inestabilidad política interna y el desafío directo planteado por el Imperio persa sasánida provocaría la desaparición de algunos estados clientes, pero abriría las puertas de una fulgurante carrera hacia el poder a uno de ellos: Palmira.
Los casos de Hatra, Edesa y Palmira, del 165 d.C. al 272 d.C.
Edesa, localidad griega bajo dominio de una dinastía árabe, era aliada de Roma desde 165 d.C. Ma’nu VIII Philohormaios era soberano no solo de Edesa, sino que mantenía el control de las tribus de beduinos de la región. Durante la guerra civil que enfrentó a Septimio Severo y Pescenio Níger en 193-194 d.C. Edesa se situó al lado del segundo, quien representaba el poder fáctico de Roma más cercano. Después de la derrota de Níger, Severo se volvió contra aquellos que habían apoyado a su rival, incluido el Imperio parto, razón que le sirvió para emprender una campaña a gran escala en Oriente. Edesa fue asediada y conquistada en 195 d.C., si bien el reino cliente no fue disuelto: el rey Abgar VIII fue dejado a cargo de su reino, mientras que en su vecindad los principados de Carras y Batnae servían para crear la nueva provincia romana de Osrhoene. Tras la segunda campaña pártica de Severo (197-198 d.C.), Abgar VIII mantuvo su privilegiado estatus de soberano cliente de Roma, recibiendo incluso el título de “rey de reyes” de manos del emperador. Abgar VIII el Grande fue sucedido en 212 d.C. por su hijo, Abgar IX Severo. Al año siguiente fue depuesto por orden del emperador Caracalla con la excusa de que estaba ejerciendo un mal gobierno sobre sus súbditos. El reino fue integrado en el territorio romano y Edesa recibió el estatus de colonia romana en 214 d.C. Las acuñaciones monetarias atestiguan, no obstante, la existencia de Abgar X Frahad como rey de Edesa hacia 240-242 d.C. Probablemente Abgar X recuperó su trono hacia 239 d.C., declarándose leal al emperador romano Gordiano III. En 242 d.C. el sahanshah Shapor I ocupó Edesa, que fue reconquistada temporalmente por Gordiano III poco después. En 244 d.C., la paz impuesta por Shapor I a Filipo el Árabe conllevó la reocupación persa de Edesa, lo que obligó a Abgar X a buscar refugio en Roma. La ciudad escaparía al control árabe hasta la caída del Imperio persa. Hatra, al igual que Edesa, conocería el apogeo de su poder poco antes de su desaparición definitiva como estado independiente. La principal diferencia entre ambos reinos radicó en el hecho de que Hatra militó principalmente en el lado parto de las disputas por la hegemonía en el Próximo Oriente hasta la caída de la dinastía Arsácida. En 193 d.C., el rey Barsemias de Hatra proporcionó un contingente de arqueros a Pescenio Níger durante la guerra civil que le enfrentó a Severo. En consecuencia, el vencedor asedió la ciudad en dos ocasiones durante su segunda campaña contra el Imperio parto (197-199 d.C.), fracasando estrepitosamente en ambas ocasiones, del mismo modo que lo había hecho Trajano casi un siglo atrás: las sólidas defensas de la ciudad mantuvieron al Reino de Hatra libre del control romano hasta principios del s. III d.C.
A comienzos del s. III d.C. Hatra cambió de bando alineándose con el poder romano en contra del agonizante poder arsácida, tal y como atestiguan la epigrafía de la ciudad y el hallazgo de varios castella romanos situados al este de la ciudad como defensa frente a los vecinos persas, datados hacia el 231-232 d.C. Sanatruq II, último rey de Hatra, entró en la órbita de poder de Roma bajo unas condiciones similares a las de los soberanos de Edesa, extendiendo su autoridad sobre diversos principados, dinastas locales y tribus árabes nómadas de la región. Aunque la administración militar romana expendió calzadas y erigió fortalezas en localidades como Singara y Resaina, espacios bajo control de Hatra, ello no supuso un menoscabo al poder de Sanatruq II, quien no tardó en ser convertido sencillamente en el amo y señor de los árabes aliados de Roma, y la punta de lanza del Imperio en la Alta Mesopotamia frente a la joven dinastía Sasánida. Empero, este papel protagonista le valdría las hostilidades del Imperio persa de inmediato. En 227 d.C. Hatra fue atacada por vez primera por los ejércitos persas. Hacia 240-241 d.C. Hatra fue conquistada por Shapor I, siendo rápidamente abandonada tras su caída. La ciudad no emitió ninguna inscripción después de estas fechas y según el testimonio de Amiano Marcelino. En 364 d.C. la plaza que tiempo atrás resistió al puño de varios emperadores romanos no era más que ruinas.
En cambio, Palmira formó parte de la órbita del Imperio romano desde el s. I d.C. Esta ciudad tenía estatus de peregrina dentro de la provincia de Siria, representando una auténtica polis cuasi-independiente. La ciudad experimentó un notable desarrollo fruto del comercio, notablemente favorecido por la paz y estabilidad disfrutada por la región durante la mayor parte del s. II d.C. Entre 213 y 216 d.C. la ciudad recibió el rango de colonia y el ius italicum de manos del emperador Caracalla. A lo largo de la primera mitad del s. III d.C., una de las familias más notables de la ciudad acabaría por monopolizar paulatinamente los resortes del poder en la misma: Septimio Odenato (cuyos antepasados habían obtenido la ciudadanía bajo el reinado de Septimio Severo) y su hijo, Septimio Hairan, se habían intitulado ambos hacia 251 d.C. como ras Tadmor y exarchos de Palmira, obteniendo una semi-independencia práctica del poder Romano gracias a los problemas planteados por la muerte del emperador Decio ese mismo año en batalla contra el rey godo Kniva. Hacia 257-258 d.C., Odenato recibe el título de ho lamprotatos hypatikos, mientras que su hijo mantiene tan sólo el título de ho lamprotatos. Poco después Odenato recibe el título de consularis de manos del emperador, aunque dicho rango no implicase que se le hubiese puesto oficiosamente al mando de las provincias romanas de Siria-Fenicia. Odenato tejió sus propios intereses desde esta posición de fortaleza y trató una alianza con el shahanshah Shapor I después de la ocupación persa de Dura Europos, pero no debió llegar a buen puerto, pues en 259 d.C. estaba luchando en Babilonia junto a Roma y, después de la derrota y captura de Valeriano, interceptó y derrotó a los ejércitos persas que habían penetrado en profundidad en los dominios romanos orientales. A partir de ese momento, Odenato se proclama “rey de reyes” y asocia a su hijo Hairan al trono, mientras mantiene el equilibrio y mira por sus intereses derrotando en Emesa a los usurpadores romanos en Oriente: Quieto y Balista, con lo que alcanzó el grado de campeón de Roma para Oriente, mientras Galieno estaba defendiendo la frontera danubiana e Italia, cosa que obligó al emperador a reconocerle dicho papel y a otorgarle libertad de acción, de la que salió beneficiado Galieno, pues se le pudo intitular como Persicus Maximus en 260 d.C., pero Odenato había alcanzado su techo de cristal y fueron asesinados tanto él como Hairan en Edesa, con la aquiescencia de Galieno. Ello llevó al poder a su mujer, Zenobia, que había de actuar como regente en favor de Vabalato, menor de edad, que se manejó en esta situación de debilidad extraordinariamente bien, salvando no sólo la anexión por parte de Roma, pero de nuevo la audacia fue excesiva y, tras la muerte de Claudio II en 270 d.C., y negarse a reconocer a Quintilo como emperador, llevó a Zenobia a una guerra de conquista en la que Palmira controló Egipto, Siria y parte de Capadocia. Sin embargo, Aureliano acabó por imponer los intereses de Roma en la región.
La desaparición de los grandes estados y reinos árabes sedentarios, los cuales habían mantenido bajo control hasta entonces a los pueblos nómadas del desierto Sirio-Mesopotámico, obligó al Imperio romano (y al Imperio persa sasánida) a inaugurar nuevas medidas para garantizar la seguridad de sus limes y dominar a estas poblaciones de forma paulatina. La ruina de los estados clientes árabes significó de inmediato la inauguración del apogeo de las tribus y pueblos nómadas árabes del desierto, así como la eclosión de nuevos estados en espacios más alejados, los cuales no tardarían en ser objeto de la lucha por su control a manos de las dos superpotencias del Próximo Oriente entre los ss. IV y VII d.C.
Las confederaciones y hegemonías tribales. Aliados y clientes entre Roma y Persia.
A pesar de la mediación frecuente de reinos y estados clientes, el Imperio romano mantuvo también relaciones y tratados directos con las tribus árabes nómadas desde el s. I d.C. La caída de los estados clientes y el repliegue romano de la mayor parte de sus puestos avanzados en el desierto en dirección a las lindes de los espacios más poblados llevó a la intensificación de los tratos con estos pueblos para convertirlos en sustitutos del poder militar romano en el desierto. En el Hauran Oriental, el Imperio romano mantuvo desde el s. II d.C. relaciones directas con los árabes safaítas. Éstos proporcionaron a Roma contingentes armados bajo el mando de sus propios líderes, designados con los títulos de “strategos de los nómadas”, “strategos de los campamentos nómadas”, etnarco o phylarchos por los romanos. Lejos de las áreas de influencia del Imperio parto y del posterior Imperio persa, el Imperio romano cimentó sólidas alianzas con los líderes de las tribus más poderosas, combinando sus guarniciones militares con la ayuda militar de los nómadas trashumantes. Roma estimuló la creación y reciclaje de confederaciones tribales, tal y como sucedió en Hijaz en 166-169 d.C., donde se erigió un santuario al culto imperial como simbólico punto de reunión de una federación de tribus. Este tipo de pactos eran viables en circunstancias estables, aunque no siempre conseguían mantener a raya incursiones y razzias en zonas limítrofes.
A finales del s. III d.C., aprovechando el vacío legado por Palmira, se consolida en la región el llamado Reino de los tanukh, una tribu árabe de noreste de la Península Arábiga establecida luego en Siria, al sureste de Alepo. Bajo el mando de su rey, Gadhima, los tanukh se enfrentaron al poder de Palmira a mediados del s. III d.C., beneficiándose directamente (y quizás participando) de su caída. La necesidad de defender el limes del desierto frente a tribus árabes aliadas del poder sasánida (como la liderada por un descendiente de los dinastas de Edesa, ‘Amr ibn ‘Adi, quién se hizo con el control de los límites de la Baja Mesopotamia en Hira antes de entrar al servicio de los persas) llevó al Imperio romano a situar primero toda una serie de fortines en los límites del desierto y a reclutar después a Gadhima como aliado frente a estas nuevas amenazas mediante un foedus. Reconocido como rex, Gadhima fue situado como señor de otros sheikhs árabes y la tribu tanukh como fuerza hegemónica sobre otras tribus como los quda’a, conformándose una auténtica federación de tribus aliadas de Roma bajo un control centralizado en la región. Otros grupos y tribus pudieron haber disfrutado de un estatus y privilegios similares a cambio de su alineamiento con Roma en otros sectores del limes siro-palestino, más allá del Éufrates, en el Hijaz y en el Sinaí.
Conclusiones sobre el periodo
El comercio y las grandes rutas caravaneras acabarían gestando, en el Reino de los nabateos y en otros estados, una pujante clase económica conformaba por grandes mercaderes y tratantes, los cuales conformarían la élite dominante a cargo de la gestión y la administración de dichos estados por debajo de las familias nobles (las cuales, además, también se sustentaron esencialmente en el comercio). Esta clase comerciante aceleró el dinamismo de estas sociedades, acentuado sus características más cosmopolitas, a la vez que incrementando su desarrollo económico y, por lo tanto, sus posibilidades para desarrollar su poder. Este poder justifica su dilatada supervivencia frente a las grandes superpotencias que rodearon a estos estados: Roma y Ctesifonte prefirieron mantenerlas con vida o “resucitarlas” eventualmente antes que anexionarlas de forma definitiva en primera instancia; dejar en manos de los adinerados poderes locales el control y gestión de determinados territorios, así como la creación y mantenimiento de sendos poderes políticos y militares resultaba mucho más rentable que tener que hacerlo con los mayores pero mucho más dispersos (y solicitados) recursos del poder central. Del mismo modo, la riqueza generada por el comercio es la razón principal del importante desarrollo urbano de las regiones limítrofes con los desiertos sirio, mesopotámico y árabe. Las sociedades de comerciantes y las oligarquías mercantiles estimularon el mantenimiento o la creación de nuevos centros urbanos fortificados, cuya presencia garantizaba la seguridad de las transacciones y las rutas, creando un espacio común bajo el amparo de una legalidad representada por unas instituciones reconocidas por todas las familias de comerciantes implicadas en la creación o impulso de una ciudad o estado determinados. Normalmente estas instituciones estaban bajo el control directo de estas mismas familias, las más poderosas de las cuales acabaron accediendo a la realeza.
Las élites nómadas y seminómadas vinculadas a estos centros, ciudades y estados también desempeñaban un papel protagonista del que resultaba muy peligroso excluirlas. Paulatinamente fueron asimiladas e integradas en estas sociedades, siendo un modo muy frecuente por el cual los árabes acabaron colonizando y copando las esferas del poder económico, social y político en ciudades como Hatra, Damasco, Emesa o Edesa. Cuando la desaparición de estos estados y reinos tuvo lugar mediante su asimilación al Imperio romano o parto de forma predominantemente “pacífica”, estas sociedades continuaron su particular desarrollo en el seno de la sociedad romana, a la cual serían a su vez asimiladas y a la cual realizarían aportaciones notables. El proceso de romanización en estos casos tendría lugar mediante la adquisición paulatina de la ciudadanía, y la integración de las elites socio-políticas locales en las elites del Imperio romano. Sin embargo, la desaparición violenta de otros estados, así como la decadencia temporal de rutas comerciales, otrora seguras, a causa de las frecuentes guerras e inestabilidad política del s. III d.C. conllevaron la destrucción o la caída en desgracia de ciudades como Palmira o Hatra. Las tribus y grupos que habían estado sujetas a su control perdieron las ventajas de la alianza que habían mantenido hasta entonces, habiendo de retornar a la vida nómada. Tribus nómadas que hasta el momento habían sido refrenadas y mantenidas alejadas por estos poderes, se encontraron ahora sin impedimentos para aspirar a desempeñar un papel protagonista por sí mismas. De este modo, la desaparición de los estados clientes, de uno u otro modo, acabó por provocar una transformación radical en el espacio árabe, en forma de una regresión, readaptación y reedición del nomadismo del desierto.
Aplicación
De lo visto podemos comprobar la tendencia de los árabes a la concepción del poder en términos de tribu/familia, concepción que pervive, aún a pesar de la presencia de Estados en la zona. También hemos comprobado la tendencia a identificar sinergias de intereses y poder entre ellos, a combatir por causa del poder o la influencia entre ellos. También otra constante es la de crear sus propios espacios en un sentido imperial pretendiendo usar los intereses de imperios combatiendo en la zona estratégica en la que habitan. Si no pueden encarnar un proyecto imperial, en tal caso lo que hacen es identificar el poder que en su zona de influencia que sea determinante y colaboran con él, siempre y cuando puedan conservar sus estructuras de poder y gestión del mismo. También se aprecia que no tienen problema en usar procesos de aculturación respecto al poder imperial dominante, incluso lo utilizan como excusa para relanzar su propio proyecto imperial en caso de crisis del Imperio en el que se engloban (caso de Zenobia de Palmira). Un ejemplo de todo ello, sería la pugna por el poder del mundo árabe con el pretexto de Palestina que han mantenido Egipto, Arabia Saudí, Siria o Irak… y que ahora también conoce a Turquía o Irán, a pesar de que ambos Estados no son étnicamente árabes, pero ocupan espacios de poder ya mencionados (Irán o Persia/Partia; Turquía, y en el ejemplo tratado en este documento, Pérgamo).
También hemos podido ver como los judíos han jugado un papel en la zona desde la antigüedad, como conector con los círculos de poder árabe, siempre y cuando los judíos puedan ejercer un espacio donde proyectar su dominio y poder militar, tal y como hemos visto en el caso de Antípatro, pero hoy día también, con la geopolítica de Israel, que se mueve en un sentido ambiguo visto desde fuera, pero con una lógica que explica los acuerdos con Arabia Saudí, pero también los posibles acuerdos con Turquía o Irán, tal y como sucedió en el pasado con los persas y que aquí no hemos podido tratar por la extensión requerida.
Bibliografía
SORIA MOLINA, D., “Arabia Petraea, de reino cliente a provincia romana (63 a.C.106 d.C.)”, en Bravo, G. / González Salinero, R., Poder central y poder local. Dos realidades paralelas en la órbita política romana, Signifer Libros, Madrid-Salamanca, 2015, pp. 313-330.
CANFORA, L. “Julio César. Un dictador democrático”. Ariel. 2000.