José Luis Regojo y Nadia Ghulam
¿De qué sirvieron 20 años de guerra y dos billones de dólares gastados en Afganistán?
Veinte años después, el discurso de Biden aparca la supuesta democratización emprendida por Bush y aplaudida por sus correligionarios europeos. Además, abandona a su suerte a millones de personas, también a las mujeres, que han sido uno de los argumentos para justificar la invasión y criticar al régimen talibán.
Por un lado, ahora la OTAN reconoce que no supo ver las consecuencias de la retirada de Afganistán: "Nos ha sorprendido la rapidez del colapso, es una tragedia", dicen. Por otro lado, España recibe a los afganos que trabajaron para ella en diferentes ámbitos. No sabemos cuánto tardarán en olvidarse de ellos en cuanto desaparezcan las cámaras de televisión.
Nadia Ghulam es una de las afganas que llegó a España, a Badalona (Barcelona) concretamente, hace una veintena de años de la mano de una ONG para someterse a una serie de operaciones para reconstruirle el rostro. Un rostro que mantuvo oculto tras conseguir engañar durante una década, con una falsa identidad masculina, al régimen talibán. El motivo: con 11 años y tras la muerte de su hermano, vio que no había otra solución para poder trabajar y sobrevivir.
“Cayó una bomba en mi casa, y me quemé entera; perdimos todo lo que teníamos. Mis padres me llevaron al hospital y cuando mi padre volvió a los escombros de lo que fue mi casa, le dijeron que no había quedado nada. Ni un pañuelo para mi madre. Nada.
Después mi hermano mayor murió asesinado y mi padre perdió la razón. Era un mundo en el que la vida no valía nada, en el que te podían matar por cualquier cosa. Ahora ha vuelto.
A veces pienso que tengo que volver por mi familia, pero sé que me matarán"
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Después de todos estos años en Badalona, algunas personas, cuando contemplan las cicatrices de mi cuerpo, comprenden que fui herida por una bomba, pero la guerra larga y cruel de mi país no solo me hirió el cuerpo. La violencia constante ejercida a lo largo de los años me ha robado buena parte de mi infancia y ha eliminado mi adolescencia. Cuando alguien me mira, puede ver claramente a una mujer que ha sufrido mucho. Entonces, yo, con una mirada esperanzadora y una sonrisa en los labios, le explico que soy una superviviente y que no pasa nada por tener estas cicatrices.
Lo que a mí más me angustia son las marcas invisibles que la gente no puede distinguir y, por lo tanto, no puede entender. Son sentimientos a los que todavía ningún superviviente de traumas ha podido encontrar el vocabulario adecuado para explicar lo que se siente por muy buen comunicador que se sea.
Yo no tengo palabras para expresar cómo me siento, en gran parte a causa del sufrimiento que estas heridas despiertan en mí.
Cuando somos conscientes de que todo el mundo puede tener alguna cicatriz, nos damos cuenta de que algunas de ellas son más visibles que otras. Unas se pueden compartir, otras son simplemente más difíciles de reconocer. A mí me ha funcionado poder compartirlas con los otros. No creo que mucha gente pueda ponerse en mi lugar. Incluso si empezaran a expresar lo que sienten, la comprensión no es tan evidente. Podemos negar nuestro propio sufrimiento, tanto a nosotros mismos como a los otros, porque sabemos que la mayoría no lo entenderá. Sin embargo, creo que es necesario desarrollar maneras de expresar esta amargura interna; hasta que otros no sepan lo que se siente no podrán ver las consecuencias de las heridas de aquellos que las sufren.
Aprendí a convertir mis cicatrices – me refiero a mis lesiones físicas – para recordarme a mí misma que una vez existió la paz. Todo el mundo tiene alguna marca en su cuerpo que le recuerda algún momento importante de su vida, como un tatuaje. Algunas de ellas fueron ocasionadas por la guerra, por las torturas o auto infligidas en momentos de desesperación. Cuando me miro a mí misma, uso estas heridas para transmitir mi sufrimiento y dolor, como un camino de transformación. Día a día, me recuerdan a aquellos que sufren pobreza, hambre y violencia.
Pero la vida continúa y el tiempo sigue su curso, sin detenerse, tanto si elegimos esperar como si actuamos y, a medida que transcurre, existen más probabilidades de infligir violencia sobre otras Nadias. Aunque no espero que todos los seres humanos simpaticen con mis cicatrices, comparto este mensaje porque sí creo que podemos actuar para evitar que lo que me ha pasado a mí les pueda ocurrir a otras personas.
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Actualmente la familia de Nadia Ghulam vive en Kabul. Hay pánico y miedo en la ciudad. Los talibanes vuelven a dirigir todo el país. Las tiendas cierran y el coste de la vida ha aumentado de una manera inabarcable. Las mujeres se esconden. De todas partes del país, las familias huyen para ir a un Kabul sin agua, sin electricidad ni medicamentos y con el sistema sanitario saturado. Todo el mundo quiere huir a Irán, a Pakistán o a cualquier otro país, pero es imposible.
Nadia Ghulam está recaudando dinero a través de la ONG que creó, Ponts per la Pau, para ayudar a aquellas familias que están sufriendo a causa de la guerra, comprándoles productos básicos para que puedan vivir mientras están en Kabul (alimentos y material de higiene para mujeres y niños).
Una pequeña cantidad recorre un largo camino hasta Afganistán y la cobertura de estas necesidades básicas tendrá un efecto muy importante para las familias con problemas.
Un último mensaje para aquellas personas que ponen la paz, los derechos humanos y el bienestar de la población en el centro de sus intereses: no nos olvidemos de las familias afganas. Una pequeñísima donación a la cuenta de Ponts per la Pau: ES36 2100 0005 9502 0146 4315 es una forma de enfrentarse a la rabia y tristeza que comporta tanta irresponsabilidad e indiferencia por el dolor ajeno.
Su experiencia afgana se puede leer en sus tres libros: El secreto de mi turbante, Contes que em van curar, La primera estrella del anochecer.